LA BODA
Una boda es siempre motivo de alegría y de reunión de familiares y amigos.
Pero esto que es tan sencillo de resumir en apenas un renglón escrito, es todo un reto para la pareja que se casa y los familiares más directos.
Los humanos somos únicos a la hora de complicar las cosas sencillas de la vida. Enamorarse es algo que todavía no pueden explicar los científicos por qué ocurre, pero sabemos que a miles de personas les pasa a diario. Lo que es más complicado, y consigue poner a prueba incluso al más templado, es toda la parafernalia que una boda lleva consigo. No somos capaces de sustraernos a toda la serie de ritos que nos marca la tradición. Pero esta tradición es algo que nos hemos ido forjando nosotros mismos a lo largo del tiempo, añadiendo cada vez más “detalles” que hemos hecho imprescindibles, y que hacen del hecho de que dos personas quieran asumir la responsabilidad de compartir su vida, algo que nos cuesta, como diría Churchill, sangre, sudor y lágrimas.
Y es que decir “si, quiero” cuesta una pasta. Da lo mismo que sea ante la Santa Madre Iglesia o ante un juez togado. Es posible que la economía nacional se resintiera si de golpe todas las parejas que piensen contraer matrimonio hicieran “huelga de celebraciones caídas”.
Desde el momento que una pareja decide unirse y hacerlo con todos los requisitos que conllevan los ritos sociales que nosotros hemos ido inventándonos tan alegremente, se abre ante ellos una cascada de decisiones que deben ir tomando: lugar de la celebración, número de invitados, presupuesto… y un largo etcétera en los que no es necesario profundizar aquí porque todos los conocemos (ropa del novio/a, flores, fotógrafo, viaje de novios).
Ahora, toda boda hay que planificarla al menos con un año de antelación porque, tanto las iglesias como los juzgados y no digamos los restaurantes, están tan solicitados que sería imposible hacer proyectos a más corto plazo. Tanto es así que estos últimos se han buscado fórmulas alternativas para incentivar con ofertas especiales a los novios que se casen en viernes. En los negocios, el que no corre, vuela.
Pero alrededor de un enlace no sólo hay un tema comercial. Hay otro mucho más importante, el afectivo. Dos personas deciden unir sus vidas y dos familias que prácticamente no se conocían, pasan a formar parte la una de la otra.
Se dice que los padres que casan a una hija no la pierden si no que ganan a un hijo. Tal vez haya algo de verdad en esto pero las cosas no vuelven a ser como antes y es posible que sea por esta razón por lo que las madres lloran en las bodas de los hijos.
Todos los padres queremos lo mejor para nuestros vástagos y, entre otras cosas, casarlos es una de estas buenas cosas, al menos en principio. Lo que pasa es que llegado el momento todos los padres, y sobre todo las madres, sentimos la marcha del hijo/a como un abandono, como el final de una etapa que no tiene vuelta atrás. Es el momento en que ya nos damos cuenta y sentimos que definitivamente se han hecho mayores y van a crear su propia familia igual que una vez hicimos nosotros.
Las casas que un día hicimos grandes para dar cabida a los hijos, se van quedando vacías, silenciosas y con las puertas de sus dormitorios cerradas días tras día.
Los padres nos consolamos con la idea de que es ley de vida, de que nosotros también lo hicimos en su momento. Frase que se ha repetido una y otra vez, generación tras generación, para darnos consuelo y enfrentarnos a la realidad del paso del tiempo.
Pero luego nos llegan los nietos y volvemos a tener la casa llena de voces, de risas y juegos, de vida renovada y nosotros, con más años que cuando criábamos a nuestros hijos, vivimos estos momentos disfrutando hasta el último minuto.
Y para terminar con este tema de la boda que mejor frase que:
¡¡¡Vivan los novios!!!
Una boda es siempre motivo de alegría y de reunión de familiares y amigos.
Pero esto que es tan sencillo de resumir en apenas un renglón escrito, es todo un reto para la pareja que se casa y los familiares más directos.
Los humanos somos únicos a la hora de complicar las cosas sencillas de la vida. Enamorarse es algo que todavía no pueden explicar los científicos por qué ocurre, pero sabemos que a miles de personas les pasa a diario. Lo que es más complicado, y consigue poner a prueba incluso al más templado, es toda la parafernalia que una boda lleva consigo. No somos capaces de sustraernos a toda la serie de ritos que nos marca la tradición. Pero esta tradición es algo que nos hemos ido forjando nosotros mismos a lo largo del tiempo, añadiendo cada vez más “detalles” que hemos hecho imprescindibles, y que hacen del hecho de que dos personas quieran asumir la responsabilidad de compartir su vida, algo que nos cuesta, como diría Churchill, sangre, sudor y lágrimas.
Y es que decir “si, quiero” cuesta una pasta. Da lo mismo que sea ante la Santa Madre Iglesia o ante un juez togado. Es posible que la economía nacional se resintiera si de golpe todas las parejas que piensen contraer matrimonio hicieran “huelga de celebraciones caídas”.
Desde el momento que una pareja decide unirse y hacerlo con todos los requisitos que conllevan los ritos sociales que nosotros hemos ido inventándonos tan alegremente, se abre ante ellos una cascada de decisiones que deben ir tomando: lugar de la celebración, número de invitados, presupuesto… y un largo etcétera en los que no es necesario profundizar aquí porque todos los conocemos (ropa del novio/a, flores, fotógrafo, viaje de novios).
Ahora, toda boda hay que planificarla al menos con un año de antelación porque, tanto las iglesias como los juzgados y no digamos los restaurantes, están tan solicitados que sería imposible hacer proyectos a más corto plazo. Tanto es así que estos últimos se han buscado fórmulas alternativas para incentivar con ofertas especiales a los novios que se casen en viernes. En los negocios, el que no corre, vuela.
Pero alrededor de un enlace no sólo hay un tema comercial. Hay otro mucho más importante, el afectivo. Dos personas deciden unir sus vidas y dos familias que prácticamente no se conocían, pasan a formar parte la una de la otra.
Se dice que los padres que casan a una hija no la pierden si no que ganan a un hijo. Tal vez haya algo de verdad en esto pero las cosas no vuelven a ser como antes y es posible que sea por esta razón por lo que las madres lloran en las bodas de los hijos.
Todos los padres queremos lo mejor para nuestros vástagos y, entre otras cosas, casarlos es una de estas buenas cosas, al menos en principio. Lo que pasa es que llegado el momento todos los padres, y sobre todo las madres, sentimos la marcha del hijo/a como un abandono, como el final de una etapa que no tiene vuelta atrás. Es el momento en que ya nos damos cuenta y sentimos que definitivamente se han hecho mayores y van a crear su propia familia igual que una vez hicimos nosotros.
Las casas que un día hicimos grandes para dar cabida a los hijos, se van quedando vacías, silenciosas y con las puertas de sus dormitorios cerradas días tras día.
Los padres nos consolamos con la idea de que es ley de vida, de que nosotros también lo hicimos en su momento. Frase que se ha repetido una y otra vez, generación tras generación, para darnos consuelo y enfrentarnos a la realidad del paso del tiempo.
Pero luego nos llegan los nietos y volvemos a tener la casa llena de voces, de risas y juegos, de vida renovada y nosotros, con más años que cuando criábamos a nuestros hijos, vivimos estos momentos disfrutando hasta el último minuto.
Y para terminar con este tema de la boda que mejor frase que:
¡¡¡Vivan los novios!!!
P.D. Quiero felicitar desde esta sección a Francis y Maru, que el sábado se casaron y tuve la suerte de compartir con ellos y con su familia ese día tan especial.
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